SANAR COMO CAMINO MÁS QUE COMO DESTINO
26.04.24 | Por Andrea Fajardo
Cuando pienso en la palabra sanar, se me vienen algunas imágenes a la mente y elijo quedarme con uno de los primeros contactos que tuve con aquel verbo. Tenía alrededor de 8 años y estaba aprendiendo a montar en bicicleta. Salimos con mamá un domingo en la mañana, yo me monté en la bici y ella, decidida a acompañarme en la travesía, se posicionó detrás mío, agarrando el sillín con fuerza para darme la seguridad de su apoyo.
Comencé a pedalear lento, asegurándome que no perdía el equilibrio y de repente, recuerdo emocionarme y empezar a pedalear más rápido, con ritmo. No tenía conciencia de mi propia velocidad, pero recuerdo haber girado mi cabeza hacia atrás y ver a mi mamá trotando, con su intención maternal de seguir acompañándome, incluso si esto suponía incomodarse (ella nunca ha sido una persona que se ejercite demasiado).
Recuerdo mi sonrisa abarcando mi rostro y una sensación de seguridad, plenitud y gozo ¡me sentía invencible! Aceleré mi pedaleo y sentí la intención de rectificar mi experiencia buscando a mi mamá para decirle: “Mírame mamá, mírame, ¡lo estoy logrando!”, giré mi cabeza hacia atrás y en milésimas de segundos me di cuenta de que mi mamá ya no sostenía mi sillín y que perdía el equilibrio. Lo siguiente que recuerdo es estar en el suelo, con desconocidos a mi alrededor y mi mamá corriendo hacia mí. Luchaba entre llorar y caer en los brazos de mamá y contener las lágrimas ante la mirada de los desconocidos. Me ardía y dolía el codo derecho hasta la mitad del antebrazo, había sangre y unas cuantas capas de piel menos, ¡vaya escena!
Recuerdo estar en cama y sentir un dolor agudo cada vez que apoyaba mi brazo sobre cualquier superficie. Quería que ya no me doliera más, quería dejar de sentir dolor e incomodidad, si dejaba de sentir esto, todo podía volver a la “normalidad” ¡quería que sanara ya! Y esa necesidad de inmediatez, la urgencia de volver a una supuesta “normalidad” indolora se quedó conmigo por muchos años y sólo hasta hace un par de meses la vida me ha invitado a cuestionarlo y yo me he sentido más abierta a recibir esta invitación: siento cómo la experiencia y el concepto de sanar están asumiendo otra forma y otro significado en mí y quiero compartirlo contigo.
No sé si esto resuene contigo, pero viví muchos años de mi vida creyendo con firmeza que, si me atrevía a explorar algún tema de mi vida que me estuviese incomodando, generando dolor, o malestar, sería como arrancar una tirita de tajo en una herida que luego cicatrizaría y se cerraría. Simple, ¿no?: quiero ir de A hacia B, como una línea recta, precisa y clara. ¡Vaya truco el que me estaba jugando mi ingenua mente y el que nos vende la sociedad de la inmediatez en la que vivimos! Quiero reconocer cuán protectora había sido esta idea, me aseguraba el “control” sobre los resultados que deseaba alcanzar y por ende la seguridad de tener entre mis manos la vida que anhelaba vivir.
Hice mis primeros cuatro años de terapia y cerré mi primer proceso con la firme convicción que ya estaba “sanada”. Ya conocía mis heridas y había encontrado formas para cerrarlas. Lo que me dolía antes, había dejado de doler, lo que antes me generaba un miedo intenso, lo estaba usando como catalizador para moverme. Aprendí a transitar por el mundo con más conciencia de mí misma y mayor seguridad de mis propios recursos para acceder a lo que deseaba. Me sentía autosuficiente y poderosa. Caminaba con cierto aire altivo, sintiendo que sabía más que otras personas acerca de mí, de ellos y de la vida. Y claro, mi vida no era perfecta, vivía días placenteros y otros no tanto, pero nada lo suficientemente crítico o disruptivo para cuestionar la visión de mí misma y el suelo que pisaba.
Tras una pandemia y la migración voluntaria hacia un nuevo país, la idea completa de sanar como destino, al que supuestamente había llegado, se rompió en mil pedazos, una y otra vez. Aquellos temas que había trabajado en mi primer proceso terapéutico y lo que había aprendido se sentía insuficiente ante la crisis y las grietas que estaban apareciendo en mí. No sólo estaba visitando heridas que pensé que había cerrado, sino que ¡ahora aparecían unas que no tenía conciencia que existieran en mí!
¡Vaya revolcón! A pesar de mi resistencia por iniciar un proceso nuevo y pedir ayuda, mi sensación de ahogo ante la incertidumbre, mis miedos, numerosos duelos que surgieron al emigrar, y otros temas más me empujaron a iniciar otro proceso terapéutico. Esta vez, diferentes situaciones límites me llevaron de nuevo a mirar hacia adentro, y me di cuenta de que estaba caminando por una escalera en forma de espiral. Antes de la pandemia pensaba que estaba en lo alto de un faro y después de ella, la vida me invitó a ir hacia abajo, a mirar muy adentro, a revisar temas que ya había revisado con otra perspectiva y forma y a seguir descendiendo para encontrar partes de mí que no era consciente que me habitaban.
La imagen idealizada que tenía de mí empezó a desvanecerse. Descender por las escaleras significaba un acto de valentía para atender aquello que desconocía, traer luz a aquello que no podía verse a plena vista. La curiosidad, la relación que construí con mi terapeuta y mi propia necesidad de dejar de sentirme incómoda, aterrorizada y adolorida me movieron en ese momento y me siguen moviendo hoy. Y nombro el presente porque en los últimos tres años en los que he estado revisándome de nuevo, puedo reconocer que darles espacio a mis heridas es un proceso continuo. He aprendido nuevas formas para relacionarme conmigo y con el mundo, a veces mi automático me gana y mis formas antiguas de afrontar ciertas situaciones toma todo el espacio disponible y a veces, siento más espacio para ensayar las formas nuevas que estoy aprendiendo.
Sigo aprendiendo de mí, sigo bajando las escaleras. A veces me quedo un buen rato en algún escalón y elijo disfrutar de lo que está presente en mi vida, en otros momentos siento que quiero ir un poco más profundo. Nombro esto con la intención de hacer una llamado a humanizarnos y traer compasión y aceptación a cada uno de nuestros procesos. Ya no creo que exista un lugar al que llegar en donde la incomodidad, el displacer y el dolor no existan, en donde vamos a obtener versiones perfectas de nosotros mismos que no cometen errores, no temen o no adolecen. Lo que sí siento y creo con más firmeza ahora, es que recorrer la vida tiene más que ver con jugar entre habitar las versiones de nosotr@s que nos gustan, y habitar las versiones que no nos gustan: aquellas en donde podamos sentir que crecemos y nos expandimos y aquellas en donde nos contraemos y nos sentimos indefensos, desesperanzados y pequeños de nuevo.